Gerhard Richter declaró que lo que más le impresiona de ellos es que siempre se han tomado su independencia como norma. Su posicionamiento es el del outsider, con sus trajes, su declarado conservadurismo y su regodeo en situaciones perversas y en ocasiones escandalosas. Sin embargo, sus quejas sobre el ninguneo y el desprecio que sufrirían a manos del establishment artístico británico ya no se sostienen. Gilbert & George son, junto con Andy Warhol, los únicos artistas a los que se ha dedicado toda una planta de la Tate Modern.
Puede que en sus comienzos aspiraran a desvincularse del conceptualismo y de Fluxus, de la tosquedad estética de la escultura de acero soldado de Saint Martin’s y del candor amateur de los happenings, de la poética cotidiana del arte povera y de la plúmbea lentitud del cine estructuralista. Pero lo que rechazamos forma también parte de nosotros. Por eso, mientras intentan ganar adeptos para un democrático “arte para todos”, Gilbert & George entran en un periodo de profunda introspección que les lleva a realizar unas fotografías en las que se les ve caminando y contemplando la naturaleza, que luego repasan con carboncillo. Más tarde se fotografían en la polvorienta penumbra de su casa de Fournier Street, al este de Londres, con su suelo de chirriantes tablones de madera y sus paredes revestidas de paneles carcomidos: una atmósfera de tiempo malgastado, de vacío y de constante vacilación.
La ciudad que les rodea se convierte en tema de su trabajo. El Londres de Gilbert & George es más que un telón de fondo: es un lugar rebosante de vida y de inmundicia, de espanto y de sorpresa, de aburrimiento y de belleza. Su retrospectiva es todo lo implacable, acumulativa y variada que cabría esperar. El visitante sale de ella sin aliento, con la sensación de haber visto demasiado. Como la propia ciudad, la muestra, desigual y descontrolada, se mueve entre la oscuridad y el bullicio, entre lo sexy y lo monstruoso; en ella los artistas exhiben lo mejor y lo peor de sí mismos haciendo que nos preguntemos qué es qué, y qué entendemos por lo mejor y lo peor. ¿Guarros buenos o guarros malos?, ¿delirantemente locos o simplemente delirantes? Lo que provocan es una sensación de ambivalencia.
De pronto, estamos en 1999, en una gran sala con un montaje a base de mensajes garabateados, baños de orines, paredes de ladrillo, el callejero de Londres y los artistas, vestidos y desnudos, impertérritos. La atmósfera es corrosiva. Enfrente cuelga Named, una enorme imagen con tarjetas de noventa chaperos formando una especie de retícula urbana del deseo. Unos trajeados Gilbert y George chocan el uno con el otro en el centro de la imagen. Los artistas han declarado que Named es una especie de memorial de guerra. Es posible que los inicios de Gilbert & George fueran los de una pareja de comediantes, pero a donde la exposición nos conduce es a la confusión y la histeria del Londres posterior a los atentados de julio de 2005.
La muestra alcanza su clímax con la última serie de obras producidas para ella y que muestran una imaginería formada en gran parte por esos carteles anunciadores que acompañan a cada edición del London Evening Standard: unos carteles visibles en el exterior de tiendas, de kioscos, de furgonetas; una descarga de bombas, de conspiraciones de terror, de leyes de terror, de errores, de héroes, detenciones y más bombas, con los artistas espectralmente aparecidos contra un fondo de contundentes grafismos. Porque aparecerse es lo que mejor han acabado haciendo Gilbert & George. Surgen de entre una jungla de signos, merodeando, enseñando el trasero, haciendo muecas, aullando con los ojos como platos, para mirarnos, mudos, hipnóticos, con el ojo muerto de sus teatrales cóleras.
Resulta imposible caminar por esas salas sin tomar conciencia de lo clarividente que la práctica artística de Gilbert & George ha acabado resultando. Unos artistas que rara vez se alejan de su vecindario pero que, igual que Kafka señalaba a los escritores que si no se levantaban de sus escritorios el mundo iría a ellos, han descubierto que el mundo pasa por Fournier Street. Su arte ha sido testigo de la emergencia de los fundamentalismos, de la depresión de los años de Callaghan, del thatcherismo, del vacuo capitalismo del New Labour, de la desafección de los cachorros de la clase obrera, de una confusión identitaria.
Y todo ello reflejado sin concesiones al consenso y huyendo del papel de adorables estereotipos mediáticos. En sus últimas imágenes digitalizadas y manipuladas por ordenador, juguetean con la simetría lateral de sus cuerpos, apareciendo extrañamente escorados. Cartografían sus cuerpos avejentados y además escupen, fruncen el ceño, se bajan los pantalones. A lo largo y ancho de la exposición los vemos borrachos, aburridos, afectados, estáticos, estúpidos e imperturbablemente serios. A estas alturas lo único que conseguiría sorprendernos sería encontrárnoslos en el campo de golf.
Y aunque su arte ofrezca en ocasiones una apariencia un tanto sonada, grogui, Gilbert & George jamás menosprecian la complejidad humana y social. Luchan con los estereotipos: ¿qué apariencia se espera del hombre gay?, ¿qué tópicos se supone que los artistas tienen que ir soltando por ahí?, ¿qué significa ser de vanguardia hoy?, y, si aceptamos que el arte es importante, ¿qué dice exactamente y para quién y cómo?
La jornada a tiempo completo que implica ser Gilbert & George y la propia lucha creativa se convirtieron en un todo inseparable hace casi cuarenta años. Inmensamente prolíficos: son lo que hacen y ellos mismos son su mejor invención.
Adrian SEARLE
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