Han pasado 40 años desde el estreno de la fascinante 2001, Una Odisea del espacio - 2001, A Space Odyssey. Stanley Kubrick fue el responsable de la primera película de ficción científica de gran magnitud de Hollywood, que aún hoy es considerada casi unánimemente la mejor de su género.
La inspiración para el nombre de la película -un dispositivo extraterrestre encontrado en el espacio- procede de una novela de Sir Arthur C. Clarke - escritor y científico británico fallecido el 19 de marzo de este mismo año-, El centinela – 1951-, que habla de una pirámide artificial encontrada en la Luna. Kubrick movido por su interés en las formas puras fue quien sugirió utilizar en la película un paralelepípedo negro de “proporciones esenciales” (12 x 22 x 32) en lugar de una pirámide.
Aunque la obra es fundamentalmente visual, “experiencia no verbal” como el propio Kubrick expresó, para la elaboración del guión, Clarke se documentó ampliamente y en ella utilizó elementos de otros relatos suyos como “El fin de la infancia", narraciones de otros escritores y por supuesto las largas conversaciones con Kubrick.
Organizada a modo de tríptico o triple retablo, 2001, Una Odisea del espacio describe el pasado, presente y posible futuro de la especie humana, en el marco de un singular dispositivo o experimento biológico de origen cósmico centralizado en el enigmático deux ex machina negro azabache, perfecto como un brillante de sutiles ángulos.
El monolito es lo suficientemente complejo y artificial para señalar claramente la presencia de una avanzada inteligencia tras él, y lo suficientemente preciso como para desalentar cualquier intento de especulación sobre la naturaleza de tal inteligencia. El despiadado contraste entre su impecable y severa geometría y el agreste entorno natural a su alrededor, sitúa al espectador ante una escenario surreal, semejante a las obras de René Magritte o de Giorgio de Chirico.
Se podría decir que el oscuro octaedro se encuentra en la intersección entre las imágenes arquetípicas de las que habla Carl Gustav Jung y las esculturas del arte Minimal – Robert Morris, Donald Judd y Tony Smith entre otros.
En relación con el arte Minimal, la presencia del monolito como hilo conductor del tríptico por un lado altera y construye un espacio surreal o metafísico y por otro lado enfatiza su forma pura inexpresiva. Inquieta su falta de gestualidad, su factura impersonal que es común a las premisas del arte Minimal donde la obra queda definida por la utilización de formas geométricas primarias y afines al concepto de producto final de las producciones en serie industriales.
Para conseguir la reducción formal deseada el objeto Minimal, de un estilo severo y estricto, se despoja de todo ornamento remitiéndose a las relaciones del espacio circundante que se resaltan tanto por el efecto específico de la luz sobre el material, como por la expansión del volumen.
Por otro lado el monolito funciona como dispositivo a la manera de las imágenes arquetípicas del pensamiento de Jung. Jung que distinguía entre arquetipos e imágenes arquetípicas reconoció que lo que llega a nuestra consciencia son siempre las imágenes, o sea las manifestaciones concretas y particulares de los arquetipos las que - según él - «nos impresionan, influyen y fascinan». Sin embargo, los arquetipos mismos carecen de forma y no son visualizables. «El arquetipo, como tal es un factor psicoide que pertenece, por así decir, al extremo invisible y ultravioleta del espectro psíquico». Agregaba que son vacíos y carentes de forma, sólo podemos sentirlos cuando se llenan de contenido individual.
El interés de Jung por las imágenes arquetípicas refleja más énfasis en la forma del pensamiento inconsciente que en su contenido. Nuestra capacidad para responder a experiencias como criaturas creadoras de imágenes es heredada. Las imágenes arquetípicas no son restos de un pensamiento arcaico sino parte de un sistema viviente de interacciones entre la mente humana y el mundo exterior.
Ese pensamiento simbólico es asociativo, analógico, cargado de afecto, animista, antropomórfico. Puede parecer más pasivo que el pensamiento organizativo y conceptual pues, a diferencia de los pensamientos, sentimos las imágenes como algo que recibimos más que algo fabricado por nosotros (la inspiración del artista). Nuestra vinculación con las imágenes arquetípicas puede comprometernos con la visión de un mundo interior y protegernos de la trampa de la disociación entre sujeto y objeto.
Las imágenes arquetípicas son percibidas como independientes de nuestra experiencia personal, nos resultan inexplicables a partir de nuestro conocimiento consciente. Nos sentimos en contacto con algo desconocido hasta ese momento, y generalmente nos asombra descubrir similitudes entre las imágenes y temas de nuestros sueños con los que aparecen en mitos y leyendas de los que no teníamos un conocimiento previo. El impacto que nos produce constatar estas semejanzas es muy poderoso.
Jung siempre hizo notar que las imágenes arquetípicas están tan conectadas con el pasado como con el futuro. Por eso son transformadoras. Decía: «El Yo no sólo contiene el depósito y la totalidad de toda la vida pasada, sino que también es un punto de arranque, el suelo fértil a partir del cual brotará toda vida futura.
La premonición del futuro está tan claramente impresa en nuestros pensamientos más íntimos como lo está el aspecto histórico». Estas imágenes se nos presentan como líneas indicadoras que nos muestran el camino, sin obligarnos a seguirlo. «La vida no sigue líneas rectas, ni líneas cuyo curso pueda verse con gran antelación».
El modo que tenía Jung de trabajar con imágenes arquetípicas no era la interpretación o traducción al lenguaje conceptual, sino la «amplificación»: conectar la imagen al mayor número posible de imágenes asociadas, manteniendo así el flujo imaginativo. Se trataba de comunicarse con la multiplicidad, la fecundidad, la interconexión vital entre ellas, no analizar la dependencia que pudieran tener con un origen común. Amplificar significa ir mucho más lejos de la estrecha identidad personal y «recordarnos con una imaginación más amplia» que nos llevaría al ámbito transpersonal.
Nada más aparece el misterioso monolito opera su milagro. Reforzada con los acordes iniciales de “Así hablaba Zaratrusta” —poema sinfónico de Richard Strauss compuesta en 1896— asistimos a la prodigiosa transformación del hombre-mono en hombre-humano. Ese monolito puede ser entendido como catalizador de la evolución, centinela mudo que funciona como dispositivo arquetípico es decir como un sistema viviente de interacciones entre la recién nacida mente humana y el mundo exterior conectado con el pasado y el futuro.
También es posible especular sobre ciertos elementos en clave nietzscheana, lazos que se establecen entre la historia de Kubrick y el texto escrito por Friedrich Wilhelm Nietzsche en 1892 -“Así hablaba Zaratrusta” y no sólo porque la primera pieza musical que surge en la pantalla sea el “Así hablaba Zaratustra” de Strauss, sino porque los cuatro grandes conceptos que destacan en la obra forman un anillo entre sí, el anillo del eterno retorno: la voluntad de poder; la muerte de Dios; el superhombre; y el eterno retorno, presentes a través de tres metáforas: el camello, que recibe la herencia; el león, que siembra la destrucción, y el niño, que crea nuevas realidades. No es producto del azar que estas tres en etapas se correspondan con las que se acontecen en la película, sobre todo la última, más notoria, simbolizada en el feto – el niño estrella / superhombre - que parece presagiar nuevas realidades, un renacimiento.
Luis Mª Iglesia
"Puede que nuestro papel en este planeta no sea alabar a Dios sino crearlo."
Arthur Clarke
“El hecho más terrible del universo no es que es hostil sino que es indiferente, pero si podemos coexistir con esta indiferencia, entonces nuestra existencia como especie puede tener sentido. No importa cuán vasta sea la oscuridad, nosotros debemos crear nuestra propia luz”
Stanley Kubrick
Donald Judd Untitled 1968
Tony Smith, Wandering Rocks, 1967
Robert Morris, Untitled (Mirrored Cubes), 1965.
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